¿Qué le vamos a hacer?

El martes, la rueda de prensa del Consejo de Ministros me dejó con síntomas de depresión

El presidente Pedro Sánchez había perdido el lunes último su habitual compostura. No parecía ni la sombra de lo que se esperaba: un buen parlamentario sin escrúpulos al que no le importa mentir ni desdecirse. El poder es en su ser, un objetivo en sí mismo, algo a alcanzar sin que importe el cómo ni el para qué. Alguien así es muy difícil de abatir; no hay moral y, por lo tanto, cualquier recurso es válido. Sánchez era un hombre a la defensiva, encogido y atemorizado, en un trance que no tenía más remedio que soportar. Empezó y estuvo mucho tiempo derrotado y a la defensiva. Sorprendente, casi tanto como la visión de un Feijóo que daba la impresión de estar convencido de que no tenía nada que perder. En cuanto a los discursos: nada con sifón. Creo que la victoria del Partido Popular no sólo está asegurada sino que será mayor que lo que vaticinan las encuestas. El PSOE es ya en Madrid un partido cercano a la irrelevancia; los tiempos de la influyente Federación Socialista Madrileña son ya leyenda. Podría ocurrir que Pedro Sánchez acabe rematando el trabajo de Zapatero y sitúe al PSOE cerca de la irrelevancia, y si eso tiene alguna chance de no ocurrir es porque la izquierda del más allá no se encuentra ni se reconoce. ¡Que la Virgen del Carmen los recomponga!

El martes, la rueda de prensa del Consejo de Ministros me dejó con síntomas de depresión. Si en una de las numerosas entrevistas que he debido llevar a cabo en mi vida profesional hubiera tenido frente a mí a la aspirante Yolanda Díaz, les habría aconsejado a sus padres que la sometieran a un programa de reeducación del intelecto y de logopedia intensiva, en un lugar especializado en casos difíciles. Que una muchacha con esas limitaciones pueda llegar a optar a ser presidente de Gobierno y, lo que es más elocuente, a ser la mejor valorada entre los políticos de primera fila, supone la existencia de un colectivo subyacente en el que reina la confusión y la visión obnubilada de la realidad. No sería muy diferente mi proceder con María Jesús Montero, si bien es algo más despierta. Su dicción y capacidad de expresión oral se asemejan a la de un vocero de mercadillo. Recordando a sus paisanos sevillanos del clan de la tortilla, se siente, al contemplarla, vergüenza ajena. ¡Con lo bien que se expresaban aquellos pioneros del socialismo democrático y, como decía la Lola de España, lo bonito que es el acento andaluz llevado como Dios manda!

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