Un reencuentro con la calidad

Me reencontré con aquellos años de escasez en los que la sabiduría circulaba por los pasillos

El pasado lunes asistí entusiasmado a la lectura, en la Facultad de Medicina de la Universidad Autónoma de Madrid, una de las más renombradas instituciones universitarias del mundo, de la tesis doctoral en Medicina y Cirugía de mi hijo Alberto, médico adjunto de Neurofisiología del prestigioso Hospital Puerta de Hierro de Madrid. Para un universitario, es un acto de profundo significado académico. Por más que en algunos lugares se reduzca a una ordinaria repetición cuando no a un plagio, la tesis de doctorado culmina un proceso de iniciación a la investigación científica, que es el comienzo de una ruta a través de la que penetrar en el conocimiento y contribuir al bienestar de la sociedad.

Hace unos años, la misma escena tenía lugar en la Facultad de Ciencias de la Universidad de Granada, fundada en 1531. Entonces era mi sobrina Isabel María, hoy vicedecana de Relaciones Internacionales, la protagonista. Una joven científica, que es hoy una relevante especialista en Química Analítica, citada en todo el mundo. Sus dos apellidos, el segundo es Sansalvador, descubren su origen. Como ocurría hace unos días, con Alberto, aquel acontecimiento académico, como éste, brillantes y solemnes, me hacían pensar en la supervivencia en unos reductos escasamente visibles, de la calidad apenas ya percibida, de la vieja Universidad española, hoy deteriorada por la imagen de tantos chiringuitos creados por una clase política en la que abunda la mediocridad e impera el compadreo. Una clase que, contaminada por la demagogia dominante, no entiende que la Universidad o es elitista o no es nada.

Me reencontré conmigo mismo, con mi marcha ilusionada a la Universidad de Sevilla y a la de Madrid (hoy Complutense) y con aquellos años de escasez en los que la sabiduría circulaba por los pasillos y se detenía en las aulas. El cine, el teatro y la literatura formaban parte consustancial del ambiente de cualquiera que fuera la Facultad y se hacían indistinguibles de los intereses asociados a la carrera que se cursara. Fui el primer nativo al que se le ocurrió estudiar matemáticas y durante las vacaciones aquellas de playas y cines de verano, no me faltaba la compañía de paisanos sorprendidos de una elección tan pintoresca. Alberto e Isabel y otros como ellos son ahora la vanguardia de un horizonte esperanzador que se abre, a pesar de todo, en medio del desorden, de la cultura de solapa y del vacío de saberes.

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