En la política española se está dando un fenómeno contradictorio: el crecimiento de un nacionalismo de izquierdas. No descarto que no lo haya allende los mares, la raya de Portugal y los Pirineos, porque las cosas no difieren en lo esencial. Muchos son los factores que inciden para mal en la convivencia y todos de naturaleza humana, sobre todo de sus miserias. En España hay nacionalismos de izquierda, crecientes en algunos casos, como en Galicia, adonde el incremento que se ha puesto de manifiesto con el liderazgo de Ana Pontón, tiene sus apoyaturas en una política identitaria sin precedentes, practicada por el Partido Popular en los últimos años, y en un rostro esmerilado, el del BNG, donde se dejan ver aspectos que disimulan el proyecto separatista que se aloja en sus propósitos.

En Galicia, hoy, la política lingüista que mantiene la Xunta se parece mucho a la de la Generalitat; la obligada rotulación en las dos lengua oficiales brilla por su ausencia y el empleo del gallego en las aulas no se limita a una presencia razonable, sino que empuja hacia afuera al castellano en cuanto hay ocasión y oportunidad para poder hacerlo sin que se note demasiado. El parecido de las dos lenguas, castellano y gallego, disimula una dicotomía que es cada vez más favorable al empleo del habla regional tanto en actos públicos como en los impresos oficiales y en las rotulaciones publicitarias. Tal vez sea esta política de marginación de hecho, de la lengua común de los españoles lo que ha despertado ese nacionalismo de aldea que está anidando en la juventud gallega.

Por desgracia tenemos en España un Partido Socialista gravemente deteriorado, que apenas si se sustenta sobre una base de intereses personales en los que las dependencias de los unos con los otros lo son todo. Bien que su historia se falsea, cuando no se oculta tras un velo de medias verdades, hay un poso ideológico importante que sostiene a quienes honradamente creen que ese marxismo aliñado que es la socialdemocracia, es lo mejor para los pueblos. Como sustenta el parecer de los que erosionando la disposición a la competitividad propia de la naturaleza humana, están convencidos de que con la subvención, el subsidio y la generalización de la paguita, cumplen con los principios de la Revolución Francesa, burguesa donde las haya, trágica como quiera que la mires; sin advertir, curiosamente, que esos principios se inspiran en los de la doctrina social cristiana.

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