Campo Chico

Un día, Mateo Estecha apareció por el Mesón

  • Los primeros clientes del Mesón Algeciras eran amigos de Juan Guerrero que incluso trabajaron físicamente en la construcción y el diseño del local

  • Durante su estancia en Algeciras, Mateo Estecha sería esencial en la conservación de la Capilla de Europa

  • La Capillita de Europa, el libro

Foto de familia en el Mesón Algeciras, en 1990.

Foto de familia en el Mesón Algeciras, en 1990.

En los primeros meses de existencia del Mesón Algeciras de Madrid, éramos muy pocos los que frecuentábamos aquel pequeño local de la calle Juan del Risco, cerca del metro de Estrecho, en el distrito de Tetuán. Que Juan Guerrero Soriano eligiera aquel lugar para instalar su negocio de hostelería tenía más de casualidad que de otra cosa. Sin embargo, la elección parecía colgar de un designio. La calle no era precisamente ideal: estrecha y larguísima, con aceras que casi no daban para un viandante y de regular circulación para los vehículos.

El Mesón no estaba lejos de la esquina con Lope de Rueda, una vía más ancha, cercana a Bravo Murillo, con paso para pocos viandantes. Juan se había curtido en destinos de importancia en el Campo de Gibraltar. Trabajó en el Hotel Sotogrande, donde coincidió con el gran artista algecireño de origen burgalés, Felipe Gayubo, que era jefe de Recursos Humanos, y en Río Grande con Salvador Barberán a poco que éste adquiriera el establecimiento propiedad del notable sanroqueño Paco García. En los primeros años cincuenta, Juan ingresó en el Instituto, pero su padre, camarero en el Miramar, de la Marina, cayó enfermo y aquel, el único varón de los hijos, se vio obligado con catorce años a sustituir a su padre.

Juan vivía con sus padres y hermanas en la calle de la Aduana, muy cerca del formidable edificio que construyeron los Gonzalez Gaggero a principios del siglo XX con la intención de convertirlo en hotel. La celebración de la conferencia internacional sobre Marruecos, en 1906, había puesto a Algeciras en primera plana de la prensa internacional, particularmente en revistas ilustradas que reproducían escenas portuarias y de alojamientos tan espectaculares como el Hotel Anglo-Hispano y el Reina Cristina. Algeciras ya era una ciudad de tránsito conocida en todo el mundo occidental y la conferencia la puso de actualidad.

Juan Guerero, a la izquierda, y Alberto Pérez de Vargas, hacia 1990. Juan Guerero, a  la izquierda, y Alberto Pérez de Vargas, hacia 1990.

Juan Guerero, a la izquierda, y Alberto Pérez de Vargas, hacia 1990.

Se diría que este acontecimiento diplomático que retrasó, pero lamentablemente no impidió, la gran guerra europea de 1914 fue la primera llamada al progreso de la ciudad y por extensión, de la comarca; la segunda sería el cierre de la verja de Gibraltar en 1969, algo más de sesenta años más tarde, que transformó una economía de subsistencia apoyada en el estraperlo en un gran proyecto de industrialización y desarrollo. La Marina, como vestíbulo inmenso del puerto era en los años cincuenta, cuando Juan se puso la corbata de palomita y la chaqueta blanca de camarero, un hervidero de gente propicio para el trato y el chalaneo.

A mediados de los años setenta, Juan, preocupado por las continuas huelgas que sufría el sur de España, desde Almería a Huelva y particularmente la Costa del Sol y el Campo de Gibraltar, aceptó una proposición para emigrar a Madrid con su mujer Amelia, de Setenil de las Bodegas, y sus tres hijos, Juan, Francisco y Patricia. Durante su primer trabajo como encargado del bar de un bingo madrileño, entonces muy de moda, se le ofrece la oportunidad de abrir su propio negocio con la ayuda de algunos parientes y amigos, entre los que cuenta con grandes profesionales de hostelería como el inolvidable Miguel Lozano Tello y José Luis Vázquez –de “Chez José Luis”– formados, respectivamente, en los legendarios hoteles Anglo-Hispano y Reina Cristina.

Los primeros clientes eran amigos que incluso trabajaron físicamente en la construcción y el diseño de un local formado por una entradilla y una barra con el espacio justo para su uso, y un fondo de doce metros cuadrados que se anticipaba a una pequeña cocina y un patio de luces con el espacio mínimo para hacerlos habitables. Dos grandes fotografías frente al mostrador, una del puerto de Algeciras, probablemente tomada desde alguno de los balcones del Hotel Marina Victoria, y la otra de uno de los parajes urbanos más típicos de Setenil de las Bodegas, constituían toda la decoración de las paredes. Tras el mostrador, las estanterías y algún detalle relacionado con los orígenes de Juan y de Amelia. En poco tiempo, el Mesón empezó a ser muy conocido en el Campo de Gibraltar y entre los andaluces residentes en Madrid.

Parroquianos del Mesón Algeciras, hacia 1990. Parroquianos del Mesón Algeciras, hacia 1990.

Parroquianos del Mesón Algeciras, hacia 1990.

El buen oficio y la excelente cocina acabaron por popularizar un establecimiento que pocos habrían situado en donde estaba. El Mesón acabaría por competir en protagonismo con la Casa del Campo de Gibraltar, llegando a ser aludido como la “Casa de Algeciras en Madrid”. Sin embargo, la mayor parte de la historia del Mesón estaba por llegar, y llegó de la mano de Ignacio Villaverde Valencia que, como tantos otros, apareció interesado por saber de aquel pequeño espacio dedicado a Algeciras en el entorno de uno de los barrios más interesantes, variados y cosmopolitas de Madrid, cercano a Cuatro Caminos y al estadio Santiago Bernabeu, a poca distancia de Bravo Murillo, la gran arteria que corre cuasi paralela al Paseo de la Castellana para acabar convergiendo con él en la Plaza de Castilla.

Ignacio era entonces un hombre de éxito que, como algunos de nuestros más admirables paisanos, había dejado de ser un empleado hábil y resolutivo para convertirse en empresario. Lo era cuando empezaba la década de los ochenta. Tarifeño de nacimiento, algecireño de adopción, laboralmente melillense y gran aficionado al fútbol, contribuyó mucho al desarrollo de las canteras de la UD Tarifa y del Algeciras CF, cuando a los presidentes les costaba dinero serlo. En la línea del que seguramente es el mejor de la historia del Algeciras CF, Bernardo Martín Godoy, el gran empresario de hostelería del Rinconcillo. Ignacio fue presidente de la UD Tarifa y del Algeciras CF, precisamente cuando nuestro equipo estaba entrenado por el gran Baby Navarro, que fue míster también del Cartagena, en su mejor época, y de la Balona.

Un campo de fútbol cercano a aquel improvisado de nuestra adolescencia, que llamábamos “el polvorín”, lleva el nombre de Ignacio. Un día, en un recodo del mostrador del Mesón, del que gustábamos disfrutar no pocos, le propuso a Juan organizar una erizada coincidiendo con los carnavales. Juan pondría lugar y servicio e Ignacio financiaría la recogida y transporte de los erizos, el pan y el vino. Los clientes que acudieran a la erizada no tendrían que pagar más que los extras porque en lo que respecta a los consumibles propios de la erizada, se darían gratis et amore a los asistentes.

La tercera erizada en el Mesón Algeciras. La tercera erizada en el Mesón Algeciras.

La tercera erizada en el Mesón Algeciras.

Las erizadas, de las que, aun habiendo hablado bastante, habrá mucho que hablar, hicieron del Mesón un lugar de encuentro para la gente de la comarca que pasaba por Madrid o trabajaba, eventualmente o de modo permanente, en la capital. Nadie podría haber pensado ya en esos años, estar en tertulia con el gran alcalde Ángel Silva, el legendario futbolista, Andrés Mateo, o con nuestro queridísimo Antoñito “Nicanor”, Antonio Mera. Pero, en efecto, eso fue posible, como lo fue compartir mesa con Sergio González, Carlos Vergara, Juan Ricardo, José Miguel Garnica y Juana Mari Moreno, reencontrarse con Antoñito, el interior madrileño del mejor Algeciras CF, con Tarro, el delantero centro algecireño que falló jugando con el Cádiz y contra el Algeciras un gol cantado y trascendental para el ascenso o con Rossi, el legendario portero del equipo del Calvario.

El alcalde Ernesto Delgado y algunos de sus concejales y, ya en las últimas ediciones, Antonio Patricio González, conocieron personalmente algunos de los numerosos momentos mágicos que se vivieron en el Mesón. José Luis Vázquez “el del chez” y Ricardo Carretero institucionalizaron las erizadas montando excursiones en autobús desde Algeciras y la Unión Ciclista Algecireña llegó a organizar dos marchas desde Algeciras. Algunas chirigotas de carnaval, como la del “Sapo José y las Ranas del Río la Mie”, y la Pastorada de la Peña Miguelín se desplazaron en ocasiones para animar y dar color a la, en cada sesión más numerosa, concurrencia.

El alcalde Patricio González, Estecha, Villaverde y Juan Guerrero, en 1993. El alcalde Patricio González, Estecha, Villaverde y Juan Guerrero, en 1993.

El alcalde Patricio González, Estecha, Villaverde y Juan Guerrero, en 1993.

Apenas comenzada su andadura, apareció por el Mesón Mateo Estecha, una figura que formó enseguida parte sustancial de aquella especie de consejo tácito y espontáneo que habíamos terminado por constituir allí. Se convirtió pronto en una pieza del núcleo duro de los clientes y amigos que rodeábamos a Juan, Amelia y su familia, cada vez que se organizaba un acontecimiento. No sé si había estudiado Derecho o tuvo que dejarlo cuando estalló el conflicto bélico de 1936. Se encontró con el Mesón paseando por el barrio en que vivía y se sorprendió al ver el nombre de Algeciras rotulando un pequeño bar de la madrileña calle Juan del Risco. Era un hombre culto y amante de los clásicos y de lo clásico.

Ignacio Villaverde Valencia hacia 1980 Ignacio Villaverde Valencia hacia 1980

Ignacio Villaverde Valencia hacia 1980

 Cuando nos encontramos por primera vez, en aquellos recién nacidos años ochenta, se detuvo al oír mi apellido, entre sorprendido y emocionado. Mateo había trabajado en los años cuarenta y cincuenta en Algeciras, en Tabacalera, con Ángel Silva, integrándose en la sociedad de aquel tiempo y participando activamente en la vida de la ciudad. Ignacio Pérez de Vargas, el de Los Rosales, fue –me dijo enseguida– uno de sus grandes amigos, “un hombre extraordinario” me repetía una y otra vez. Me habló también emocionado de Carlos Moisés de Vicente, un santanderino de leyenda que llegó a Algeciras en aquellos años durísimos de la guerra y la posguerra y fue principal en la formación de la sociedad de aquel tiempo, tan necesitada de emprendedores.

Pocos días después, Mateo me entregó una carta bellísima que me había escrito, acompañada de un poema dedicado a Ignacio “el de Los Rosales”. Durante su estancia en Algeciras, que Juan Ignacio de Vicente, el hijo de Carlos Moisés, recuerda con mucho cariño, Mateo sería esencial, entre otras muchas cosas, en la conservación de la Capilla de Europa, tanto tiempo abandonada, la primera vez de las dos que estuvo a punto de ser demolida.

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