El hombre (sobre todo, el hombre y no la mujer), en numerosas ocasiones a lo largo de su existencia, ha determinado que ciertos seres humanos no merecen la consideración de “personas”, privándolos así de la protección jurídica que este concepto legal implica. Es decir, el hombre, ejerciendo un poder que no le corresponde (basado en la fuerza), se ha permitido decidir qué individuos, en función de su color de piel, origen racial, credo, edad o sexo, merecían la consideración legal de “persona” y qué individuos no. Así lo hicimos con los africanos de piel oscura en el siglo XVI, por ejemplo. Privándoles de la condición de “persona”, aun sabiendo que eran seres humanos, los tratamos como animales de carga, los compramos y los vendimos. No fue la esclavitud cosa solo del hombre blanco o europeo; en Al Ándalus era normal el comercio de esclavos negros y de infieles; y la esclavitud ya floreció en Mesopotamia, Roma, la Escandinavia vikinga, la América precolombina...

Parecida atrocidad la volvimos a cometer en el siglo XX, cuando unos alemanes decidieron que los seres humanos de credo o etnia judía (así como homosexuales, discapacitados o gitanos) tampoco merecían la condición de “persona”. Sabían los nazis que aquellos individuos eran plenamente humanos; nadie alegó que fuesen animales ni extraterrestres. Eran tan humanos como ellos, pero fueron tratados no ya como bestias de carga y objeto de comercio sino como plaga, exterminando a todos los que pudieron.

No estamos hoy tan lejos de aquella manera de clasificar a los humanos. Madrid paga a Marruecos 30 millones de euros anuales para que impida que los migrantes salten las vallas de Ceuta y Melilla o se embarquen en las playas de Tánger hacia Europa en pateras clandestinas. Bruselas, por su parte, aporta 500 millones anuales exactamente para la misma empresa. A ningún gobierno europeo parece importar si allí, para reprimir el éxodo, se dispara a los migrantes, se les golpea, queman sus campamentos o se les transporta a la fuerza hacia las fronteras del sur. Nadie duda que esos migrantes sean seres humanos pero salta a la vista que, mientras estén al otro lado de la valla, carecen de la condición legal de “persona” (los 37 muertos en la frontera de Melilla en junio de 2022 dan buena fe de ello). Sin embargo, la cosa cambia misteriosamente cuando saltan la valla o alcanzan las costas andaluzas; en ese preciso instante adquieren la condición legal de “persona”. Entonces se les provee de abrigo, alimento, agua, ropa, escolarización, asistencia médica, vivienda… Es como si esa valla tuviera el mágico poder de convertir en persona al que consigue treparla y dejarla atrás. Así de rara y distópica es la frontera sur. Pero a nadie importa.

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