CAMPO CHICO

Aquellos excelsos discapacitados

  • La 'coja Vela' era muy conocida, como otros cojos de gran relevancia en la sociedad algecireña 

  • Nuestro inolvidable Fofi tenía una colección de bastones que era la admiración de todos 

  • Tropelías de aquí y de no tan aquí

La joyería de la 'coja Vela'

La joyería de la 'coja Vela'

Se nos acaba marzo y algo ha mayeado, así que cabe esperar que mayo marcee, al menos un poco. La primavera nos ha alcanzado envueltos en un tiempo desapacible en el que parecía que no había más que echar mano al capirote para que la lluvia arreciara. Tal vez porque no paso tanto tiempo como quisiera, en esta tierra mía, sucede que apenas si me afecta esto que llamamos, erróneamente, mal tiempo. Pues sería malo si no se ajustara a las necesidades y buena falta nos hace la lluvia. Pero claro, la Semana Santa sufre mucho si llueve o si nos invaden las ventoleras de levante. El mañaneo también y eso sí, ya ven, me produce malestar. Porque andar por ahí, por la te que tiene el tronco en la calle Convento y se remata en el costado norte de la Plaza Alta, es para mí un placer. Es el encanto que produce residir fuera de aquí sin dejar de vivir aquí. Mis paseos con Pepe Vallecillo en las noches cerradas, brumosas, de un levante intenso me situaban como ninguna otra cosa en ese ambiente húmedo que si bien no es precisamente agradable, se echa de menos cuando se está lejos. 

Calle de Helmut en Getares Calle de Helmut en Getares

Calle de Helmut en Getares

Salíamos del bar de Pepe Moreno, a espaldas de la Capillita y sin apenas tener en cuenta que estábamos en el Callejón del Muro, o bien tomábamos algo donde Paquito Obregón o simplemente enfilábamos la calle Rocha desde la plaza, para pararnos en una especie de tienda de la calle Alta, cuando ya estaba a punto de ser Sevilla, donde gustaba Pepe hacer una parada y echar un vino. Como Helmut Siesser (en la calle que lleva su nombre el Ayuntamiento ha rotulado Seisser), Pepe era mucho de tinto y celtas cortos. Ni él ni Helmut eran nativos, pero sin ellos no podría entenderse el paisaje urbano de Algeciras ni su intrahistoria en aquellos tiempos en que el desarrollismo no había podido aún del todo con nosotros: la Escalerilla estaba donde tenía que estar y en el callejón de las Viudas podía verse la bellísima cerámica de los muros exteriores de la casa número seis. Es curioso, Pepe había nacido en Ronda y Helmut en Stuttgart, y por más que le doy vueltas a la idea de encontrar algo que tuvieran en común, más allá de la alta y exquisita creatividad que Dios les había escrito en una de las hélices del ADN, el tinto y los celtas cortos, no encuentro otra cosa que eso, que Algeciras, un lugar donde dos personas así pueden ser paisanos. 

A Pepe le conocí cuando entre los dos medíamos un metro más o menos. Lo he contado muchas veces, pero por qué no repetirlo: había llegado con sus padres desde Ronda y vivían en una pensión de la casa en donde estaba la zapatería de Manzanete, frente a la sastrería de Ocaña. Ese tramo de la calle Panadería era muy comercial al estilo de entonces, muy de mercado. En la esquina con la calle Sacramento estaba el madurador de plátanos de los Ortega, que tuvo algún tiempo al que dedicar el suyo el bueno del gran Pepe Ortega, uno de esos imprescindibles para nosotros los algecireños, al que celebro encontrarme en los aledaños de La Palma siempre enredando para bien, siempre disponible para prestar el servicio que haga falta. De su admirable familia se concentra en él lo mejor de tanto como Dios les ha dado. Ese muñón largo de la calle Panadería se topa con un solar en el que estuvo el más grande rival de los artesanos de Valverde del Camino en eso de los botos camperos; la tienda de Hidalgo, creada por dos familias tarifeñas, llegó a competir en calidad con los famosos productos de las tierras de Onuba que comparten con las gaditanas los asentamientos culturales más antiguos de Occidente. 

La calle Sacramento, siendo como es, medio paralela a la mía, la calle Real, me es casi tan entrañable como esta. Cuando la gente bajaba de la plaza Alta a la Baja, descendiendo más o menos doce metros de cota, utilizaba la una si se dirigía a la Marina, a las instalaciones portuarias, al Club Náutico o al Cristina; la otra si su destino era la Plaza o el mercado, en fin. En Algeciras, era en esos vericuetos donde se situaba el grueso de la venta ambulante o estacionaria, las mercaderías y las pescaderías menores que vendían los burgaos; o bulgaos, que a nosotros lo mismo nos da la ele que la erre; y las quisquillas o camarones, diminuto crustáceo que nada tiene que ver con los así llamados en Galicia. Las tortillas de camarones, que tanto arte concentran en su elaboración, se refieren precisamente a esos pequeñísimos habitantes del mar. Me imagino que nuestros compatriotas gallegos entenderán que los camarones de las tortillitas gaditanas no pueden ser, en modo alguno, los riquísimos especímenes de sus maravillosas rías.  

El museo en su primer emplazamiento El museo en su primer emplazamiento

El museo en su primer emplazamiento

El codo de la calle Sacramento, adonde la Tía Anica tenía eso que hoy llamaríamos unos apartamentos turísticos en la modalidad de fijos discontinuos, se lucía, frente a los que descendían desde la parte alta, con la platería de la 'coja Vela', llamada así con todo respeto y cariño por la vecindad. Su pareja era un señor con sombrero, de porte parecido a los que salen en las películas americanas de cine negro e incluso lucía en las mejillas esas huellas dejadas quizás por la viruela o tal vez por un acné mal curado en los rostros de algunos buenos y de todos los malos que salen en tan requeridas tragedias de policías y ladrones. Al señor no se le solía ver en el lugar, pero sí entrar y salir, rodear el mostrador y acceder a la misteriosa trastienda siempre hurtada a la vista del cliente. Recordaba mucho a Eddie Constantin, un actor de origen americano, expatriado en Francia, tan integrado en el Paris de Édith Piaf y tan identificado con lo francés que llegó a ser un cantante de éxito comparable a Yves Montand.  

No sé si una muchacha preciosa, llamada Estrella, morena, de ojos negros y con una figura de ensueño que vivía en aquella casa y se dejaba ver de vez en cuando, en el balcón, era su hija o su sobrina o, quizás había sido adoptada, porque su aspecto no hacía sospechar un parentesco evidente. La señora Vela era muy dominante, cojeaba, debido, probablemente, a un accidente tenido en la infancia. No parecía que su cojera tuviera que ver con la poliomielitis o parálisis infantil, una enfermedad terrible muy común entre la chiquillería de los años treinta y cuarenta. Debo confesar que a mí siempre me chocó mucho la costumbre de anteponer la palabra cojo, al nombre de quien sufría esa limitación, pero era tan habitual que se hacía familiar entre nosotros referirse a las personas afectadas señalando su defecto físico. 

El hospital convertido en museo El hospital convertido en museo

El hospital convertido en museo

José Rivera con sus hija Anichi José Rivera con sus hija Anichi

José Rivera con sus hija Anichi

La 'coja Vela' era muy conocida, pero también otros cojos muy queridos y que han tenido una gran significación y proyección en la sociedad algecireña. No voy, como es natural, a anteponer el calificativo derivado de sus limitaciones físicas pero los mencionaré, a beneficio de su relevancia, con sus nombres. José Rivera Aguirre, por ejemplo, fue un algecireño que aportó mucho a su ciudad. Era uno de los dos farmacéuticos instalados en la Plaza Alta y fue promotor del Museo, encargando la tarea al gran maestro Juan Ignacio de Vicente, que iniciaría una andadura culminada en una Casa que es primera en la preservación de nuestro patrimonio en la exposición de obras de arte y en la exhibición de donaciones y tesoros asociados a la historia social de Algeciras. La incorporación del viejo edificio del hospital civil al patrimonio municipal ha sido muy importante en la consolidación urbana de la iniciativa en la que además del ilustre etnólogo, Juan Ignacio de Vicente, fueron sus primeros promotores, José Antonio Benítez Santos, Antonio Torremocha Silva y Pilar Pintor Alonso. 

El callejón del Ritz desde la Plaza Alta El callejón del Ritz desde la Plaza Alta

El callejón del Ritz desde la Plaza Alta

La otra farmacia que había en la Plaza Alta era la Farmacia Medina, junto al edificio que fue del Banco Español de Crédito y ahora espera, parece ser, convertirse en una churrería. Esa espléndida casona que hace esquina con el callejón del Ritz es un inmueble histórico. No sé si está protegido, pero sería una pena que algún día perdiera su prestancia, tan asociada a la Plaza Alta y a la plástica de nuestra iglesia mayor. Al otro lado, el llamado edificio Millán, por haber estado en él la consulta del radiólogo Millán, sustituyó a la casa natal del eminente médico don Buenaventura Morón González –don Ventura−, Hijo Benemérito de Algeciras y una de las figuras más importantes de nuestra historia, primera de una saga alrededor de la cual se teje uno de los complejos familiares algecireños más relevantes. El titular de la farmacia fue Francisco Medina Perales, hermano de la madre del arquitecto algecireño, Enrique Salvo Medina, en cuyo taller se han fraguado dos de los más importantes proyectos arquitectónicos llevados a cabo en Algeciras: la restauración de la Capilla de Europa y el edificio Pérez Villalta, en el que acomodó el diseño a la inspiración del gran pintor tarifeño que seguramente soñó, él mismo, con ser arquitecto y se encontró, como otros muchos, con que no bastaba tener cualidades artísticas. 

Don Ventura Don Ventura

Don Ventura

El farmacéutico Medina no tuvo hijos y a su retiro pasó la propiedad a Francisco Rivas. Durante unas décadas, el rótulo de Farmacia Rivas se nos hizo familiar y el parecido del nombre con Rivera sonaba a propósito. Finalmente, las dos farmacias históricas desaparecieron. En la de Medina ejerció como mancebo su hermano Adolfo, una de esas personas cuyo paso queda en el corazón y en la memoria. Por su ingenio, su gracia y su proximidad. También tenía dificultades asociadas a una cojera adquirida en su infancia y su vinculación a la farmacia hacía parecer, a quien tuviera pocas luces, que las farmacias eran concedidas a personas con minusvalías. Adolfo Medina Perales, nuestro inolvidable "Fofi", tenía una colección de bastones que era la admiración de todo el que alcanzaba a ser invitado a verla. 

Fofi era algo más en la Plaza Alta, frecuentaba a la hora del café y a la del aperitivo el Mercedes y La Cigüeña en los bajos del sanatorio y junto al cuartel de la policía armada. Aún hoy, muchos años después de su marcha, le recordamos con una sonrisa todos aquellos que tuvimos el privilegio de estar en algún momento a su lado. Fernando Cañete, que padecía una limitación parecida y usaba muleta, había encontrado la forma más cómoda para desplazarse colocando la muleta al lado de la pierna buena. Le veías pues caminar cojeando y apoyándose en la otra, lo que le obligaba a hacer un movimiento vertical que te hacía pensar en que había algo que no encajaba en la composición. Don Fernando era un hombre entrañable que me encargaba le trajera de Madrid las conteras de goma para su muleta que, al parecer, no encontraba por estos pagos. Fue representante de la casa jerezana de Agustín Blázquez, recomendado por Ignacio "el de Los Rosales", que siempre era oído en Jerez para estas designaciones. El "Mantecoso" se vendió mucho en su tiempo, porque a un buen fino nada le venía mejor, en esa época, que una buena tapa y un buen representante. 

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